SIEMPRE

viernes, 30 de enero de 2009

STALKER - LA ZONA






Juliet.- Pero, cuando no ocurre nada, ¿qué hace usted?

Beckett.- Siempre hay algo que escuchar

Llamo al telefonillo. Me invita a subir. Cuando salgo del ascensor casi me tropiezo con él. Me estaba esperando en el descansillo. Entramos en su despacho. Me instalo en un canapé frente a su mesa de trabajo y él se sienta en un taburete, en línea oblicua respecto a mí. Ya ha adoptado la postura habitual en él cuando está sentado sin hacer nada: una pierna enroscada sobre la otra, la barbilla apoyada en la mano, la espalda inclinada, la mirada baja.

El silencio se ha apoderado de nosotros y sé que no va a ser fácil romperlo. Curiosa idea, pensé, interrogar a alguien que no es sino pre­gunta. Desvía la mirada, pero cuando noto que sus ojos intentan fijarse en los míos soy yo quien los desvía. He aquí que estoy ante un hombre cuya obra tanto me ha aportado y con quien, en mi soledad, he mantenido intermiables diálogos. Por todas estas razones lo con­sidero un amigo y tengo que admitir, no sin asombro, que para él sólo soy un desconocido. Durante esta entrevista me va a costar mucho trabajo coordinar esos datos tan agresivamente contrarios.

El silencio es tan denso que se podría cortar con un cuchillo. De pronto recuerdo, no sin aprensión, que Beckett puede estar con alguien -me lo ha comentado Maurice Nadeau- y marcharse una o dos horas después sin haber pronunciado una sola palabra.

Lo observo de reojo. Es serio, sombrío. Tiene las cejas fruncidas. Su mirada es de una intensidad difícil de sostener. Estoy empezando a ponerme nervioso y hago lo posible no ya por hablar, sino por emitir algún sonido. Con voz apenas audible empiezo a explicarle que a los veintidós años intenté leer Molloy y que no entendí nada del libro y ni tan siquiera sospeché su importancia. Que, curiosamente, y sin intención alguna de leerlas, fui adquiriendo las obras que publicó posteriormente. Que en la primavera de 1965, y totalmente por casualidad, recorrí una docena de líneas de Textos para nada. Que no pude soltar el libro y lo devoré con pasión. Que me lancé de inmediato sobre su obra y me quedé profundamente impresionado. Que había leído y releído todas sus obras. Que lo que más me había impresionado fue ese extraño silencio que reina en Textos para nada, un silencio al que sólo se puede acceder en el límite de la más extrema soledad, cuando el ser ha abandonado todo, olvidado todo, y ya no es sino esta escucha que capta la voz que susurra cuando todo calla. Un extraño silencio, sí, que prolonga la desnudez de la palabra. Una palabra sin retórica, sin literatura, jamás perturbada por ese mínimo de invención que necesita para desarrollar lo que tiene que expresar.

Encuentros con Samuel Beckett.

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